Del Botón «Me gusta» a Formas de Autogobierno

Participación: Del botón «Me gusta» a formas de autogobierno
por http://10penkult.cc

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Decálogo de prácticas culturales de código abierto

 


Introducción


La noción de participación es uno de esos conceptos que han impregnado gran parte de las esferas sociales, políticas y culturales que habitamos. Esta noción, que tiene una larga trayectoria dentro de los movimientos sociales, especialmente el movimiento de los derechos civiles, puede declinarse con ideas de empoderamiento, democracia o autonomía.

A lo largo de este capítulo veremos cómo de forma paulatina el término se ha emparentado con ciertas visiones utópicas de las tecnologías y su poder como arma de emancipación. El auge de la *Web 2.0 ha nutrido y dado un contexto fértil en el que crecer a este concepto que ahora se ha tornado un imperativo para gran parte de las políticas públicas con competencias culturales o sociales.

A lo largo del capítulo buscaremos comprender cómo acontecen los procesos de participación en las plataformas digitales y qué tipo de comunidades y modelos económicos se desprenden de ellos. Posteriormente analizaremos cómo los discursos en torno a la participación han llegado a la esfera de las políticas públicas y debatiremos cómo se da en instituciones culturales o sociales.

Por último, discutiremos los mecanismos de producción de normas o protocolos que marcan los procesos de participación para sugerir nuevas formas de entender la participación basadas en la autonomía política y la capacidad de erigir sistemas de autogobierno. De esta forma pretendemos abrir la noción de participación y ver cómo podría dar pie a cambios tanto en instituciones y plataformas de producción cultural como en la búsqueda de modelos más sostenibles de explotación económica de la cultura.

 

La participación en el entorno digital

Los desarrollos e innovaciones tecnológicas siempre vienen acompañados de promesas de progreso y de evolución social. La noción de participación viene de la mano de discursos en torno a la reconfiguración de los sistemas de poder y de la capacidad del individuo de transformar o de tener un rol más activo en las esferas de producción o toma de decisiones políticas. Cada vez encontramos más discursos en los que participación y democracia parecen estar emparentados de forma cercana. Estas ideas permean la esfera digital en donde como bien indica el autor Mirko Tobias Schäfer “la cultura de la participación describe un nuevo rol que han asumido los usuarios en el contexto de la producción cultural” (2011:10).

Con esto entendemos una serie de prácticas emergentes en la esfera del *new media en las que la dicotomía productores/consumidores se ha ido erosionando paulatinamente invalidando análisis anteriores (de forma notoria los realizados por la *Escuela de Frankfurt) de la unidireccionalidad de las industrias culturales y del entretenimiento. El crecimiento de tecnologías digitales ha permitido que las usuarias puedan interactuar, redefinir, intercambiar y alterar contenidos culturales. Con participación se describe este nuevo papel activo del o de la consumidora.

Esto ha conllevado una transformación profunda en el papel que desempeñan también los grandes grupos mediáticos y las productoras de contenidos que como bien indica Schäfer “han pasado de productores de contenidos a proveedores de plataformas para producir y albergar contenidos generados por los usuarios” (2011:14). Espacios como Flicker, YouTube, Vimeo, Instagram o Facebook han crecido y se han beneficiado en gran medida de contenidos generados por usuarias que a su vez acuden a estas plataformas a consumir contenidos generados por otras usuarias. En todos los casos, estos espacios facilitan y promueven la “participación”, es decir, la subida, producción y mezcla de contenidos por parte de las usuarias de estos espacios. De esta forma vemos que el crecimiento de la denominada Web 2.0 está directamente relacionada con el nuevo énfasis en esta idea. Tim O’Reilly en uno de sus primeros intentos por definir la Web 2.0 propuso entender «la nueva web como una plataforma«, tomando prestada la palabra plataforma de movimientos sociales y políticos que habían utilizado el concepto para definir espacios de «trabajo colectivo, preferiblemente anónimo, preferentemente inclusivos donde el trabajo profesional y amateur se funden» según nos recuerda Goriunova (2011).

Sectores críticos han encontrado en este paradigma emergente de producción colectiva de contenidos un nuevo modelo de explotación del trabajo. Las plataformas se lucran de los procesos de cooperación social que las atraviesan y hacen uso de sus recursos. Tiziana Terranova denunció que tras las narrativas de participación se escondían formas de trabajo no remuneradas y formas desiguales de explotar rentas generadas por comunidades de usuario. Acuñando el término “free labour” puso de manifiesto que muchas usuarias no eran conscientes de que estaban trabajando y mejorando las plataformas en las que participaban, intercambiaban o modificaban contenidos. Nick Dyer-Whitheford ha expuesto que esta realidad es especialmente relevante en el mundo de los videojuegos en los que las usuarias/jugadoras son introducidas como probadoras/testers que a través de su juego devuelven información y mejoran el producto. De esta forma comprobamos que bajo la retorica de la participación aparecen nuevas formas de explotación del trabajo y se inauguran modelos de captura del valor que se genera gracias a la interacción entre personas, ideas, contenidos y tecnologías.

Es importante comprender esta realidad puesto que nos ofrece importantes pistas para comprender la falta de sostenibilidad económica de ciertas prácticas o la distribución muy desigual de beneficios que éstas generan.

De esta forma vemos que las industrias culturales se afanan en perfeccionar y mejorar sus *arquitecturas de participación, buscando atraer y facilitar el uso de sus infraestructuras. Un mayor tránsito de usuarias corresponde a una valoración mayor de la plataforma. En este sentido la Web 2.0 supone una simplificación de los usos de las plataformas con el objetivo de que aprender a usarlas para usuarias no experimentadas no constituya una barrera al acceso de las mismas. En este proceso se protocolarizan y limitan las posibilidadades de acción: el botón de «me gusta» se populariza como mínima expresión de la interacción y la acreditación social de contenidos compartidos. En este mismo proceso aparecen *políticas de privacidadpoco transparentes, contratos complejos que eximen de responsabilidad a las plataformas del posible mal uso que hagan de ellos las usuarias y por último y de forma más importante, se da un proceso de *cercamiento de los contenidos puesto que en muchos casos los derechos de propiedad se ceden a las plataformas que los albergan.

De esta manera, y tal cómo argumenta Schäfer, la Web 2.0 y las plataformas de participación se abren tan solo a “las personas que siguen estas normas y que aceptan seguir una serie de directivas que definen el tipo de interrelación que se puede establecer entre las diferentes usuarias” (2011:43). Las arquitecturas se estructuran para propiciar diferentes tipos de participación, unas más explícitas y otras implícitas. En las implícitas “muchas de las usuarias no son conscientes de que están contribuyendo a mejorar una aplicación a través de su simple uso” (2011:51). Es frecuente encontrarse con software que recoge información de las usuarias o que se robustece a medida que las usuarias detectan errores, pese a que gran parte de ellas no sea consciente que están mejorando el producto. La participación implícita se guía a través del diseño,*interfaces de uso simple y arquitecturas de captura de información generada por el uso.

La participación explícita tiene más que ver con producir motivación y alentar la interacción entre usuarias, la difusión de contenidos y la valoración social de los mismos. Si bien es verdad que en las arquitecturas de participación implícita las usuarias no tienen porqué sentir que forman parte de una comunidad dada, en los procesos de participación explícita las usuarias sí que sienten que forman parte de una comunidad. Se establecen sistemas de reconocimiento, de acreditación y valor de la participación. El caso de Menéame constituye un magnífico ejemplo de este tipo de formas de funcionar puesto que se han establecido sistemas colectivos de valoración de las contribuciones a través de lo que denominan grados de *karma que adquieren los diferentes miembros y usuarios de la plataforma.

La participación implícita no genera sentimientos de comunidad o de corresponsabilidad, al contrario que la participación explícita en los que la confianza, el karma o la biografía constituyen elementos muy importantes. Aun así, en ocasiones, estas comunidades ven limitadas sus actividades o se han de amoldar a normas muy específicas o a protocolos que han definido las propietarias o directivas de las plataformas en las que interactúan. De esta forma las políticas de privacidad, normas de exclusión o regulaciones en torno a los derechos de propiedad intelectual que son esenciales para comprender los marcos de acción de las comunidades se deciden de espaldas a las mismas. La participación siempre se da una vez las usuarias han aceptado una serie de reglas y han delegado la toma de decisiones en personas ajenas a la propia comunidad.

Otro problema que detectamos en este tipo de formas de concebir la participación es que si bien es verdad que las plataformas en las que acontece adquieren valor a través del uso y el crecimiento de la información generada por las usuarias, la mercantilización de la misma se da de forma completamente opaca a las mismas. Esta incapacidad para recuperar el valor producido de forma colectiva constituye un grave problema si pensamos en los mecanismos necesarios para garantizar la sostenibilidad de la producción cultural contemporánea. Vemos de forma clara que la producción colectiva de contenidos culturales genera cadenas de valor complejas que aumentan o decrecen dependiendo de la interacción entre usuarias y contenidos, pero que la capitalización de ese valor se realiza a través de la posesión o de derechos de propiedad intelectual de los contenidos o a través de la comercialización de la información sobre las rutinas y perfiles de las usuarias. En ambos casos la propiedad es de las plataformas que albergan la participación.

Resumiendo, el principal problema que detectamos en esta forma de entender la participación, en las plataformas en las que acontece de forma explícita o implícita, es que las comunidades que las constituyen no tienen capacidad de decisión sobre las normas o protocolos que las rigen. Esto afecta a los usos de la plataforma, formas de interacción y a los modelos económicos que de estas se derivan. Esto ha generado ciertas tensiones como cuando Facebook cambió sus políticas de privacidad o cuando ScienceBlogs decidió introducir un blog patrocinado por una conocida marca cosa que hizo que gran parte de sus usuarios decidieran abandonar la plataforma como forma de protesta. De esta forma las usuarias pierden la capacidad efectiva de definir normas de inclusión y exclusión, parámetros de privacidad o, que de forma más importante, puedan decidir o beneficiarse de la explotación de los contenidos o información generada.

Un claro ejemplo de una comunidad organizada para desarrollar, mejorar y explotar de forma colectiva un recurso lo encontramos en el caso del *software libre. Esta tipología de software se genera siguiendo cuatro protocolos (o libertades) básicas, cualquier usuaria o desarrolladora [1] debe tener:

La libertad de ejecutar el programa, para cualquier propósito (libertad 0).

La libertad de estudiar cómo trabaja el programa, y cambiarlo para que haga lo que ella quiera (libertad 1). El acceso al código fuente es una condición necesaria para ello.

La libertad de redistribuir copias para que pueda ayudar al prójimo (libertad 2).

La libertad de distribuir copias de sus versiones modificadas a terceros (libertad 3). Si lo hace, puede dar a toda la comunidad una oportunidad de beneficiarse de sus cambios. El acceso al código fuente es una condición necesaria para ello.

Este conjunto de normas deben de aplicarse para poder acreditar que un programa o sistema operativo está basado en software libre. Estas reglas, quese han negociado en foros, listas de correo y debates, han sido modificadas y reescritas pararecoger losmatices, dudas o necesidades que han surgido en las comunidades de desarrolladoras/usuarias de software libre [2]. Para poder aplicar estas realidades se diseñó una licencia que acompaña los productos de software que es la GPL [3] que a su vez ha sido redefinida y reescrita en numerosas ocasiones por las miembros de la comunidad del software libre.

De esta manera el software libre se presenta como un recurso utilizable, modificable y explotable por las comunidades que no sólo tienen el derecho de utilizarlo, desarrollarlo y explotarlo sino que también pueden participar en los procesos de toma de decisiones en lo que a las normas y protocolos de su uso se refiere. La capacidad colectiva de diseñar y escribir este conjunto de normas demuestra que las comunidades distribuidas son capaces de encontrar mecanismos de autogobierno efectivos y aplicables.

Obviamente son muchos los factores que amenazan o ponen en peligro el desarrollo de este tipo de formas de autogobierno. El principal suele ser la dificultad o incapacidad de organización de las propias comunidades. Rupturas, desacuerdos y tensiones pueden debilitar este tipo de procesos. En el caso del software esto ha conducido a lo que se denominan *forks, es decir, proyectos que crecen en paralelo y que se desarrollan siguiendo metodologías o buscando implementaciones distintas pero que aun así se rigen siguiendo los cuatro protocolos básicos que los definen como software libre. Sería interesante especular en torno a qué podría considerarse como un fork en proyectos materiales o tangibles. ¿Cómo podría bifurcarse una institución si las comunidades que participan de ella no están de acuerdo con su dirección u objetivos?

La participación en políticas públicas e instituciones: de la consulta a la autonomía

La evolución de la participación ciudadana en ayuntamientos, instituciones y otros organismos públicos en las últimas décadas “es un indicador de la evolución de nuestro sistema político para tratar de hacerlo más permeable a la ciudadanía y darle una mayor fortaleza democrática más allá de la legitimidad derivada de los resultados electorales” (Pindado, 2011). Esta noción de participación, muy vinculada a las denominadas *políticas de proximidad, se ha popularizado y extendido a muchos niveles dando pie a convocatorias de todo tipo en las que vemos usar el concepto hasta su banalización. Podríamos hacer un mapa detallado del declive de la noción de participación viendo cómo el Ayuntamiento de Barcelona se apropió del concepto y lo utilizó como mecanismo de gobierno durante las dos últimas décadas. Si bien en el caso de las Olimpiadas de 1992 la participación (que en esos momentos se denominaba de forma más acertada como voluntariado) constituyó una forma de legitimación social de un gran evento, con el tiempo este mecanismo se fue desgastando.

Claro es el caso del Fórum Universal de las Culturas del 2004 en el que pese a invitar a la participación se negó a dar voz a las numerosas protestas y comunidades que estaban en desacuerdo con el evento. Por último, vemos cómo un caso extremo de esta participación sesgada lo constituye la consulta popular que lanzó el Ayuntamiento de Barcelona cuando quiso remodelar la avenida Diagonal de la ciudad en el año 2010. La ciudadanía podía optar entre tres opciones definidas a priori, dos de ellas muy parecidas (bulevar o rambla), sin poder aportar visiones alternativas o cuestionar el propio proceso en sí, cuyo resultado fue desechado finalmente ya que el 79,84% de las participantes votaron por la tercera opción: «ninguna de las dos anteriores«. Tras este ejemplo extremo nos encontramos una multitud desigual de procesos en los que se llama a la participación ciudadana para redefinir usos, actividades o legitimar instituciones de todo tipo.

Un claro caso de rechazo por parte de la ciudadanía a las llamadas de participación lo encontramos en el ámbito televisivo cuando desde Televisión Española se propuso un modelo participativo para decidir el próximo representante del Estado español para Eurovisión. Las televidentes votaron en masa por un personaje humorístico llamado Chiquilicuatre quien finalmente acudió como representante al concurso, en ese sentido podríamos considerar que todo elproceso fue una suerte de hackeo ciudadano de la iniciativa.

Las instituciones culturales y los organismos dedicados a la elaboración de políticas culturales no han tardado en introducir e implementar el discurso en torno a la participación a través de diferentes programas e iniciativas en los que se ha llamado a la participación ciudadana. A lo largo de todo el territorio se han realizado llamadas a la participación para contribuir a definir los contenidos que se presentarían dentro de las candidaturas a la Capitalidad Cultural 2016 pero en ninguno de los casos se presentó la opción de rechazar los planes de capitalidad cultural.

En Barcelona se realizaron diferentes planes estratégicos de la cultura en los que se llamó a la participación por parte de representantes de las comunidades artísticas y culturales que de forma implícita legitimaron la festivalización y la producción de grandes eventos que poco tenían que ver con las inquietudes o necesidades manifestadas en las fases de discusión. En esta misma ciudad el caso de la Fabricas de Creación es también digno de mencionar, tras un largo periodo de consulta y negociación con las comunidades locales se diseñó un plan que no satisfacía las demandas ni las necesidades planteadas por los diferentes sectores creativos. En Sevilla han sido frecuentes las llamadas a la participación lanzadas desde la BIACS que sin embargo ha decidido ignorar las reiteradas críticas y protestas contra el festival por parte de comunidades de artistas y representantes de la cultura de la ciudad.

La creciente distancia de la clase política de la ciudadanía, cuya muestra más evidente es el “no nos representan” popularizado durante el 15M, ha multiplicado la necesidad de legitimación de las instituciones que utilizan la participación como mecanismo de validación de decisiones que no siempre cuentan con respaldo social. Si aceptamos la definición de institución propuesta por la economista y premio nobel Elinor Ostrom que las define como “conjuntos de normas de trabajo que determinan quién tiene capacidad para tomar decisiones en diferentes áreas, qué acciones se permiten y qué acciones se limitan, qué procedimientos se deben de seguir en diferentes casos, qué información se debe facilitar o no y cómo se debe remunerar a las personas dependiendo de su trabajo y actividades” (1990:51), de nuevo vemos cómo las normas y los protocolos se sitúan en el centro mismo del debate.

Es por esta razón que nos interesa más pensar en la participación como aquellos procesos que permiten a las comunidades auto-instituirse, es decir definir y establecer maneras de inclusión y exclusión a través de mecanismos de decisión transparentes que definan los tipos de explotación, uso, necesidades y distribución de rentas de las mismas. Estos procesos de auto-institucionalización nos llevan inevitablemente a repensar las categorías de lo público y de lo privado, puesto que posiblemente nos sitúen en lugares que no se encuentran claramente ubicados en ninguno de estos marcos. En este sentido la noción de *procomún se hace útil para articular de forma tentativa un modelo organizativo en el que la participación implica la posibilidad de participar en el diseño de las reglas y protocolos que definen los comportamientos de la comunidad y la explotación de ciertos recursos. Esta concepción de la participación, absolutamente explícita, nos puede ayudar apensar un nuevo paradigma de trabajo y relación entre ciertas comunidades y las instituciones o plataformas en las que desarrollan su trabajo.

Pensar la participación en estos términos nos aleja de lo que hasta ahora hemos concebido como lo público, modelo de gestión en el que la ciudadanía cede la toma de decisiones a ciertos representantes elegidos de forma democrática. En este sentido entenderíamos la participación como una responsabilización directa de los proyectos instituyentes. Por otro lado entendemos que este movimiento se aleja de la lógica de lo privado en el que las decisiones se toman de forma opaca y sin ningún tipo de rendición de cuentas de cara a la ciudadanía.
De esta forma el cambio institucional no vendría motivado por fuerzas ajenas a las comunidades de usuarias sino que sería una consecuencia directa de procesos de toma de decisiones de las propias comunidades implicadas. Así los cambios no se imponen desde arriba (ni por las dueñas de las plataformas privadas ni por representantes políticos en el caso de las públicas) sino que el cambio viene motivado por necesidades detectadas por las propias personas implicadas.

Si aceptamos entender la participación en estos términos nos distanciamos de las posturas neoliberales que abogan por la total desregularización y por la retirada progresiva de instituciones y elementos de gobierno para ceder toda la autonomía a lo que consideran la institución más democrática, el mercado, y las emprendedoras. La participación en procesos de producción común nos lleva a pensar lo social como un espacio autoregulado, como un espacio en el que las tomas de decisiones son cedidas a las comunidades que aceptan y se responsabilizan de su gestión. En este sentido damos un paso adelante y lo que se exige ya no es tanto la posibilidad de la auto-organización (self-orgs) sino que estamos hablando de la posibilidad de definir formas de autogobierno. La participación no es una forma de legitimación de ciertas decisiones o el tránsito en instituciones, programas o plataformas ajenas a las comunidades sino un proceso de construcción de leyes y marcos comunes. Un proceso de cooperación social con fines productivos con el objetivo de lograr una redistribución de las rentas derivadas del trabajo colectivo.

Un magnífico ejemplo de una institución gobernada por la propia comunidad lo constituye la Casa Invisible de Málaga, centro social autogestionado de segunda generación que se ha tornado uno de los referentes culturales de la ciudad. El espacio que acoge conciertos, obras de teatro y danza, talleres, conferencias y talleres de programación de software ha logrado que el ayuntamiento de la ciudad no interfiera en sus actividades (pese a ser un edificio ocupado) a través de un pacto en el que asumen el compromiso derestaurar y mantener en orden el lugar.

Normas y protocolos

En el estudio que realiza Elinor Ostrom de las diferentes formas que han desarrollado a lo largo de la historia diversas comunidades para gestionar de forma común recursos, la autora resalta un punto compartido por todas ellas, en modelos procomunales de gestión “la mayoría de los individuos afectados por sus leyes operativas pueden participar en su modificación” (1990:93).

Es por esta razón que aclara que si “los individuos van a seguir ciertas leyes durante un periodo largo de tiempo, deben establecerse mecanismos para discutir y resolver qué constituye una infracción” (1990:100). En este sentido las normas que permiten la explotación común de recursos no deben entenderse como un conjunto de leyes inamovibles e incuestionables sino como un conjunto de guías que emergen de las propias comunidades y que intentan dar respuesta a necesidades y realidades. Los protocolos que guían la explotación común se deben de poder cuestionar en cualquier momento y cambiar para adaptarlos a particularidades o nuevas necesidades u objetivos. En este sentido vemos que uno de los aspectos que garantizan la longevidad de los proyectos comunes es la autonomía para poder definir marcos operativos sin la inferencia de otras formas de autoridad.

Generar normas o leyes no es una tarea fácil, no se pueden importar sistemas legislativos de un proyecto a otro o de una institución a otra, puesto que es necesario respetar las peculiaridades y las diferentes texturas sociales de las comunidades que las gobiernan. Es de suma importancia saber crear organismos capaces de detectar problemas con las normas o protocolos que las guían y con la capacidad de buscar soluciones para ellas mismas. Si aceptamos que para que un enunciado se convierta en norma debe contener uno de estos tres *operadores deontológicos prohibir, requerir o permitir”, vemos claro que las comunidades necesitan poder establecer mecanismos que les ayuden a crear este tipo de frases. La participación de esta manera significaría la posibilidad de acceder a los lugares en los que estas frases se generan, modifican o cancelan.

Es obvio que para generar estas normas se debe pasar por muchas fases de ensayo y error, es por esa razón que se hace acuciante que aquellos proyectos que ya se encuentran experimentando con este tipo de modelos (Tabacalera de Madrid, La Invisible de Málaga, la Asamblea Amarika de Vitoria, por citar algunos de ellos) hagan públicos sus sistemas operativos, explicando que cosas han funcionado y cuales no, cual cuaderno de bitácora que pueda servir a otros proyectos y colectivos. De esta forma nos escaparemos de presentaciones y discursos triunfalistas para meternos de pleno en modelos y estructuras organizativas, reivindicamos transparencia, no tan sólo para las administraciones públicas, sino también para organizaciones que operan en esta esfera del procomún.

Otro factor sumamente importante es poder generar mecanismos para asegurarse que estas normas se implementan y respetan. Evitar el abuso, el mal uso o la infracción de los protocolos básicos determinará la supervivencia del proyecto o recurso común. De esta manera vemos cómo los mecanismos que permiten abrir recursos a otros son las mismas fórmulas que determinan qué personas son rechazadas o mantenidas fuera de la comunidad. Esta es la ambivalencia de los procesos de participación comunes, su supervivencia depende de su capacidad de regular su acceso. En este sentido no proponemos una cultura de lo abierto sino de lo «abrible«. Una cultura de la participación en que las normas básicas que rigen el funcionamiento son debatibles y modificables, pero también en la que hay umbrales claros que marcan quien si o quien no pertenece a las comunidades y tiene derecho a transformar las normas.

En estos procesos de participación la falta de respeto por las guías básicas se transforma en un efecto contagioso y puede poner fácilmente en peligro la supervivencia de las iniciativas. Si una persona infringe las reglas y este hecho no tiene consecuencia alguna puede generar que otras personas decidan paulatinamente dejar de respetar los marcos de comportamiento poniendo en peligro la sostenibilidad de los proyectos comunes. Es por ello que es pertinente evaluar asiduamente el funcionamiento de las normas y de las comunidades, viendo si es necesario tanto alterar las reglas como los mecanismos diseñados para implementarlas. La evaluación de resultados es un proceso importantísimo en este tipo de culturas de la participación.

Con afán de resumir, no concebimos la participación como el acceso a instituciones o plataformas cerradas sino que al contrario la pensamos como la habilitación a procesos de toma de decisión colectivas marcadas por la temporalidad, la mutabilidad y la reflexividad. La participación se sostiene sobre procesos constantes de feedback entre los recursos, plataformas o instituciones y las comunidades que las explotan y construyen. La participación necesita de autonomía y conduce hacia formas de autogobierno. Esta forma de comprender la participación no implica para nada que se base en procesos simples o ágiles, en algunos casos la incapacidad para establecer pautas para definir reglas y protocolos o para hacer que éstos se respeten puede suponer una grave amenaza a la supervivencia de este tipo de entornos. Aun así es importante comprender el valor político, social y cultural que se desprende de estos procesos. Por esto concebimos la participación como un mecanismo diseñado para explotar y beneficiarse de forma común del trabajo colectivo, y es que a veces, participar y ganar, no está tan mal.

RECETA PARA PARTICIPACIÓN Y AUTOGOBIERNO: Escalibada
6 berenjenas
6 pimientos rojos
6 cebollas
Pimienta negra
Aceite de oliva
Sal
Perejil fresco (opcional)

Envolver las verduras en papel de horno, si no encuentras, vale de aluminio y meter al horno durante 40 minutos a 200ºC. Sacarlas del horno y dejarlas reposar 30 minutos. Pelar las verduras y cortarlas en tiras largas. Colocarlas en una bandeja o plato y añadir pimienta negra, aceite de oliva y sal al gusto. Decorar con perejil picado.
(La escalibada queda estupenda combinada con tostadas y anchoas)

[1] Ya hemos explicitado que bajo este nuevo paradigma de participación la distinción entre usuarias y productoras deja de tener sentido.

[2] En esta página se puede ver un historial de los diferentes cambios y discusiones que han acompañado la génesis de estas cuatro normas http://www.gnu.org

[3] http://www.gnu.org

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