Intensidad y altura: César Bolaños en Argentina

Por Norberto Cambiasso.

Extraido de Esculpiendo Milagros. Noviembre 2009.

 

1- Cuando en marzo de 1963, a los 32 años de edad, César Bolaños llega a Buenos Aires no es precisamente un advenedizo. Una década antes se había graduado en el Conservatorio Nacional de Música y había estudiado composición con Andrés Sas en la Escuela de Música Sas Rosay. En 1959, decidido a pegar el gran salto, viaja a Nueva York para inscribirse en la Manhattan School of Music. Allí comprueba que la diferencia entre los rigores de la enseñanza norteamericana y la de sus profesores limeños pasa por la disciplina más que por el talento. Toma entonces una determinación que el tiempo convertiría en clarividente: se inscribe en un curso de la RCA School of Electronic Technology, de donde saldría tres años más tarde con el título de técnico en electrónica.
Como ocurre con frecuencia, un encuentro un tanto azaroso cambiaría el destino de Bolaños en la década siguiente. A fines de 1961, asiste a un concierto de piano de Alberto Ginastera en la Gran Manzana. Allí, él y su compañero de ruta, Edgar Valcárcel, reciben del músico argentino una proposición peculiar: les solicita que presenten algunas de sus obras en un concurso que ofrece doce becas para compositores jóvenes de América Latina. Pasaría otro año hasta que ambos supieran que habían sido aceptados para formar parte de la primera camada de becarios del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) del Instituto Di Tella: una iniciativa de ambición desmesurada que procuraba transformar el considerable atraso musical de la región.

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Lo que por entonces no podía saber Bolaños era que semejante diagnóstico, amén de su exactitud, no provenía de la inquietud de los músicos latinoamericanos sino de las mismísimas fundaciones norteamericanas. Una serie de circunstancias históricas, que excedían largamente el estricto ámbito musical, se aunaron para hacer de Buenos Aires la capital regional de la música de vanguardia. Aparentemente, fue John Harrison, director de la Fundación Rockefeller en Chile, quien más se comprometió con el asunto. Ginastera era el candidato ideal para dirigir un centro de estudios avanzados financiado con capitales estadounidenses. Ya desde mediados de los 40, cuando buscaba refugiarse del régimen peronista, había establecido contactos fluidos con las principales instituciones del país del norte, gracias a una beca Guggenheim. De ese modo, al respeto como uno de los mejores compositores de América Latina le sumaba una impronta pedagógica que confirmaba su cargo de decano (y fundador) de la Facultad de Música de la Universidad Católica de Buenos Aires.
Por aquel entonces, además, la llamada Reina del Plata se encontraba en pleno proceso modernizador, impulsado por el gobierno desarrollista del doctor Arturo Frondizi, quien a partir de 1958 apostaba a una industrialización acelerada como camino para la reinserción argentina en el mundo. Una estrategia económica que se sostendría con cierta continuidad, más allá de las transformaciones y vuelcos institucionales, hasta el golpe militar del General Onganía de 1966, el comienzo del fin de la experiencia del Di Tella.

No obstante, el dato fundante de la modificación del escenario político era por completo ajeno al renovado optimismo que se había adueñado de ciertos sectores de la burguesía a partir de la caída del gobierno peronista en 1955. La nueva coyuntura histórica se insertaba en el marco de la revolución cubana de 1959 y de la consecuente transformación de las prioridades de la administración norteamericana en el contexto de la Guerra Fría. La política de acercamiento cultural con América Latina era tan sólo el efecto visible, que pocos quisieron o supieron ver por entonces, de la política exterior estadounidense, preocupada por la instauración de un gobierno socialista en lo que siempre habían considerado como su patio trasero. El subsidio Rockefeller que sirvió para poner en funcionamiento el CLAEM era producto de estas circunstancias específicas. De hecho, se extendía por un período fijo de seis años (aunque luego terminaría por renovarse por otros dos). Y a medida que allá arriba Cuba fuese convirtiéndose en un recuerdo casi grato en comparación con el tembladeral de Vietnam, también aquí abajo, en el olvidado extremo sur, la primera mitad de los 60 se parecería al paraíso si se lo comparaba con los comienzos de esa sorda guerra civil que eclosionaría con el Cordobazo y concluiría en la sangrienta dictadura del Proceso de Reorganización Nacional.

 

 

 

2- Lejos de sospechar el curso que tomarían los acontecimientos, el joven Bolaños seguramente se habrá sorprendido por las extraordinarias condiciones de estudio que el CLAEM brindaba a sus becarios: apenas una docena de ellos en cada curso de posgrado, de dos años de duración, con un estipendio mensual de 200 dólares (cifra que permitía una existencia tranquila en la Buenos Aires de la época y garantizaba dedicación exclusiva a los estudios, un bienvenido contraste con su estadía neoyorquina, en la que se ganaba la vida como lavacopas o mensajero de las embajadas), un extraordinario elenco de profesores visitantes (Aaron Copland, Gilbert Chase, Earle Brown, Luigi Dallapicola, Bruno Maderna, Luigi Nono, Olivier Messiaen, Iannis Xenakis, Vladimir Ussachevsky, Luis de Pablo y figuras insignes como las de Penderecki, John Cage y Umberto Eco, entre muchas otras), un laboratorio de música electrónica (montado también con el dinero de Rockefeller) del cual Bolaños haría un uso pionero, la posibilidad de presentar sus obras -ejecutadas por sus propios colegas- en el marco de los Festivales de Música Contemporánea y los Conciertos de Becarios, las frecuentes colaboraciones con los otros centros del Di Tella, en especial el de Experimentación Audiovisual (CEA), y las posibilidades (de las que Bolaños también supo hacer buen uso) de obtener becas posteriores de las Naciones Unidas, la OEA y fundaciones como la Guggenheim.

Durante su período como estudiante, gracias a los conocimientos adquiridos en la RCA, Bolaños contribuyó al despegue del laboratorio de música electrónica. Para ello, contó con la breve asesoría técnica del compositor argentino radicado en Estados Unidos, Mario Davidovsky, y con los esfuerzos iniciales del ingeniero Bozarello. Recién en 1965, el asombroso conocimiento técnico del ingeniero Fernando von Reichenbach comenzaría a desmantelar el sistema anterior y a sustituirlo por otro más avanzado. Cuando el nuevo laboratorio estuvo casi terminado, Francisco Kröpfl asumió la dirección. Su gestión se caracterizó por un enfoque más purista de la composición electrónica.

De hecho, la primera obra compuesta en el laboratorio fue de Bolaños. Intensidad y Altura se estrenó en 1964. Estaba basada en uno de los Poemas Humanos de César Vallejo que versa acerca de las dificultades expresivas. Algo que se complementaba a la perfección con los desafíos técnicos que el compositor enfrentaba a la hora de explorar un lenguaje musical novedoso. El propio Bolaños la describe del siguiente modo en un reportaje reciente:
La primera cuarteta la graba el recitante del final al inicio. Luego volteo el carrete para que la grabadora reproduzca al revés, para que las palabras anteriormente grabadas suenen más legibles. Después el mismo recitante graba el resto del poema.
Diseño de la estructura de Intensidad y Altura: las voces del coro son producto de una voz que copio muchas veces desordenadamente y después reverbero por medio de moduladores. Otras fuentes son: un platillo, cañitas chinas, etc., cuyos sonidos son modificados con el mismo procedimiento, además de la velocidad variable y otros trucos que los medios electrónicos y las grabadoras permitían en 1964. [1]

Dos años más tarde, en su pieza Interpolaciones, Bolaños trabajaría con la combinación de cinta magnética y guitarra, con resultados que hasta cierto punto recuerdan a los comienzos de la improvisación británica en el Little Theatre de Inglaterra por la misma época. En particular por el sonido de la guitarra, familiar en la insect music del guitarrista Derek Bailey. La comparación puede parecer arriesgada, puesto que aquello que los británicos producían en la interacción instrumental, en Interpolaciones se genera a través de medios electrónicos. Pero la sensación de cosa desestructurada, casi desencajada, donde priman los sonidos en sí mismos antes que sus relaciones, reconoce un origen común en algunas intuiciones de la música experimental y en el interés de los pioneros de la improvisación europea por alejarse del free jazz norteamericano apelando a las formas más avanzadas de la música contemporánea.

 

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3- El bienio 1965-66 encuentra a Bolaños con una beca del Centro de Experimentación Audiovisual (CEA), uno de los otros dos centros del Instituto Di Tella, junto al de Artes Visuales (CAV). La estructura del CEA, dirigido por Roberto Villanueva, era mucho más abierta que la del CLAEM. Si bien terminó más ligado al teatro que al audiovisual que proclamaba su título, Villanueva sacudió la modorra realista del establishment e introdujo un grupo de autores, actores, bailarines, músicos y humoristas que apelaban al abigarrado sucederse de corrientes estéticas novedosas características de esos tiempos febriles: el teatro del absurdo, el teatro de la crueldad de Artaud, el teatro pobre de Grotowski, el Living Theater, el arte y la música pop, los happenings. Más allá de cualquier discusión acerca de la calidad de las obras presentadas en el CEA, lo indiscutible en la administración del centro era su voluntad democrática y la inmensa libertad de la que disfrutaban todos los artistas.

Para Bolaños significó no sólo la posibilidad de seguir ligado al Instituto y a su laboratorio de música electrónica, sino también, la de ampliar sus horizontes musicales a través de la colaboración con espectáculos teatrales y largometrajes. Más aún, la de investigar en la confluencia de los lenguajes musicales y visuales con el fin de crear obras que pudieran hacer uso de los recursos multimedia disponibles. En rigor de verdad, fue un inquieto y reducido sector del CLAEM (músicos como el argentino Miguel Ángel Rondano, el boliviano Alberto Villalpando, el propio César), junto con los técnicos de su laboratorio electrónico, quienes impulsaron la combinación de imagen y sonido y las innovaciones experimentales de muchas puestas en escena.
El centro inaugura su programa con la primera representación en América Latina de Lutero, una obra de John Osborne a la que Bolaños dota de una sorprendente banda de sonido electrónica. Sus collages electroacústicos se oirían también en un olvidado film de Solly Schroder –Dos en el mundo (1966)-, en una pieza teatral de Griselda Gambaro –Las paredes (1966)-, y en un ciclo de danzas titulado Espacios (1966-68) entre otros.

Pero probablemente sea Alfa-Omega (1967) su obra más ambiciosa y demandante. Incluía dos recitantes (Esther Velázquez y el propio Villanueva), un coro teatral, dos bailarines (que en su estreno se redujeron a una: Jorgelina Martínez d’Ors), guitarra eléctrica (Julio Martín Viera, el mismo que la ejecuta en Interpolaciones), contrabajo (Enzo Raschelli), tres grupos percusivos (José Corriale, Gerardo Gandini y Mateo Giarrusso), radios, cinta magnética, proyecciones, luces y amplificación microfónica, todo coordinado por Mariano Etkin. Inspirada en pasajes específicos de La Biblia (tomados del Génesis, el Apocalipsis, el Cantar de los cantares), la Cantata procuraba una suerte de “espectáculo integral” que aprovechara todos los recursos a su disposición. La intención de trascender la especificidad de las diversas disciplinas artísticas era moneda corriente en las búsquedas estéticas de la época, pero el acendrado provincianismo porteño reaccionó con disgusto ante tamaña variedad de estímulos. La crítica la destruyó:

Bolaños redundó en el empleo del coro de voces masculinas y femeninas, pues su participación resultó excesiva y obró en desmedro de los restantes elementos expresivos, restando eficacia al conjunto integral (La Prensa)

Alfa Omega resulta un festival de reiteraciones, donde termina por crearse un caos –no fecundo, sino estéril- entre las diversas disciplinas que pretenden fundirse en los sentidos del espectador. Si se trató de crear un clima aleatorio, tan sólo resultó efectivo en la espontánea intervención de una espectadora menuda, que en dos momentos culminantes, en la noche del estreno, lanzó sendos y extemporáneos gritos de ¡Mamá!; o en el suspiro de alivio con que otra nenita, adormilada en brazos de su madre, recibió el fin de la cantata. Que fue, aproximadamente, lo que la mayor parte del público habría deseado hacer, si no se lo impidieran las convenciones. (Primera Plana)

Porque debe atender a leyendas que se proyectan, a las evoluciones (bastante tediosas) de una bailarina, al grupo de recitantes, que pocas veces dicen algo inteligible, a algunos instrumentistas, dispersos por la sala, y por último, a una banda con música electrónica. Sólo con tremenda fuerza (Bolaños no la tiene) esos dispares elementos hubieran podido unirse, convertirse en algo coherente. Pero como la disociación es constante en todos los planos (y quisiera creer que es también consciente, pues de lo contrario nada tendría sentido), y la cantata se prolonga, peligrosa y abusivamente, más allá de los cuarenta minutos, el resultado es uno y aplastante: tedio. Sobre textos bíblicos (textos que han sido elegidos más en atención a sus resonancias retóricas que a su significado), Bolaños ha compuesto una partitura en la que se mezclan ingredientes de todo tipo, algunos de ellos sumamente discutibles y hasta de mal gusto. (El Cronista Comercial)

Ignorante tanto de las más elementales leyes de la gramática y la sintaxis españolas como de las innovaciones sonoras de su tiempo, con sus prejuicios y su tradicionalismo cerril, la prensa contribuyó a ampliar el abismo entre muchos experimentos de los becarios y un público ávido de nuevos consumos culturales pero carente de un marco de referencia que les permitiera incorporarlos como parte de un lenguaje musical novedoso. Mucho menos combativos fueron a la hora de aceptar el golpe de Estado liderado por el General Onganía, que un año antes derrocaba al gobierno democrático del Dr. Arturo Illia, y encaminaba el país hacia una decadencia institucional, económica, cultural y educativa de la que no se repondría jamás. Baste como muestra el sangriento episodio conocido como La noche de los bastones largos, cuando el gobierno intervino la Universidad de Buenos Aires y obligó a la renuncia de casi 1400 profesores y al exilio de unos 300.

[1] Ricardo Dal Farra. Entrevista a César Bolaños. Centro de Experimentación e Investigación en Artes Electrónicas, Universidad Nacional de Tres de Febrero, 2009.

 

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4- En perspectiva, Bolaños admite que escribe esa obra “cuando en 1966 comenzaba a instalarse en Buenos Aires y en toda Argentina una junta militar. Tal vez con este angustioso texto deseo expresar con música, sonidos, imágenes y luces lo que comenzaba a ocurrir en Argentina y también en Latinoamérica.” Quizás en términos de densidad, oscuridad y ambición, Alfa-Omega no tenga parangón en el resto de la producción del compositor peruano. Pero había explorado varios de sus motivos antes y los volvería a explorar después. Los grupos percusivos aparecían ya en Divertimento I (1966) y continuarían en Flexum (1969). La paleta tímbrica extendida de la percusión y de los vientos caracterizaba a los tres Divertimentos (1966-67). Los recitantes reaparecerían en sus grandes piezas posteriores -I-10 AIFG/ Rbt-1 (1968)- y –Ñancahuasu (1969)-. La amplificación microfónica sería para él una constante en la segunda mitad de la década.
Todo parece indicar que Bolaños, al menos en su estadía argentina, construyó su carrera ladrillo sobre ladrillo, a través de un aprendizaje y de un progreso continuos, apropiándose de los resultados de cada pieza previa para desarrollar nuevos impulsos en las siguientes. Pero siempre dentro de un marco común, donde se acumulan los experimentos con cinta magnética, la escritura para pequeños ensambles y grupos instrumentales, la investigación tímbrica, las posibilidades audiovisuales, las técnicas extendidas en ocasiones, ciertas dosis de improvisación y libertades para los ejecutantes, típicas de las formas abiertas, y de los mecanismos de amplificación y disposición espacial propios de su experiencia con la electrónica.

Más que en las técnicas musicales, en donde comienza a notarse un quiebre marcado a partir de la segunda mitad de los 60, es en su disposición ideológica. Todavía en 1968, en ocasión de un curso sobre música electrónica que dicta en la Universidad del Litoral, Bolaños puede afirmar que “incluso cuando la comparo con Nueva York, veo cuanta fuerza tiene el movimiento cultural de Buenos Aires”. (Prensa Gráfica, Santa Fe)
Pero ya hay síntomas ominosos de los tiempos que se avecinan. Y no sólo para la cultura. Son meses de incipiente polarización, con movilizaciones estudiantiles y una desesperada resistencia sindical ante un modelo económico que afecta los salarios y el consumo mientras impone sus medidas a través de una represión creciente. Los conflictos gremiales asediaban a industrias como Kaiser (IKA) y las del grupo Di Tella. De hecho, la financiación del propio Instituto dependía de un porcentaje de las acciones de su empresa SIAM.

Por otra parte, por entonces se rompe el consenso en torno a una concepción de vanguardia que se había adueñado de la imaginación de las elites dirigentes, había guiado la fundación misma de los centros del Di Tella, y tenía en algunos de sus directores (Guido Di Tella, Enrique Oteiza, Jorge Romero Brest en el CAV y Francisco Kröpfl en el laboratorio de electrónica) a sus exponentes más convencidos: “la idea de un progreso sostenido, el mito de una evolución gradual que había difundido el desarrollismo y que regía de algún modo las búsquedas del CLAEM.”[1]

A su vez, se resquebraja por doquier ese “frente extenso de la cultura”, que pudo disimular egoísmos, egocentrismos y posturas encontradas entre músicos y artistas cuando las cosas parecían fluir con naturalidad gracias al dinero de las fundaciones nacionales y extranjeras.
Pero ya no más. Ahora el terreno se dividía entre apolíticos y comprometidos. Y de la noche a la mañana, todo el trabajo del CLAEM y los demás centros quedaba del lado de una supuesta “derecha reaccionaria”, financiada con dinero norteamericano y en consecuencia, “cómplice del imperialismo más flagrante”. Bajo esta retórica exaltada propia de la radicalización militante de ciertos sectores de izquierda, se expresaba la impugnación de dos criterios adheridos desde el comienzo a la experiencia de los centros: modernización a ultranza e internacionalismo. La celebración de la revolución cubana, de una nueva conciencia latinoamericanista y del significado renovado de las luchas de liberación nacionales era directamente proporcional a la sucesión de errores de Estados Unidos en el nuevo frente abierto por la guerra de Vietnam. Estos mismos sectores reaccionaban ante un régimen militar interno al que se consideraba, con buenas razones, como aliado del capital extranjero.

Claro que esta contraposición extrema, producto de animosidades de vieja data que el peronismo y las dictaduras castrenses habían contribuido a ampliar, no podía presagiar nada bueno. En todo caso, decretó el certificado de defunción del Di Tella antes incluso de que falleciera por causas económicas. Fue la muerte de esa frágil idea ilustrada de desarrollo capitalista que, a diferencia de los modelos del primer mundo, nunca podría asentarse en este país.
El Instituto en general padeció lo que resume John King acerca del Centro de Artes Visuales (CAV) en su libro dedicado al tema:

«Puede decirse que el Centro, en sus años de estabilidad y prosperidad, era válido. Tenía un programa equilibrado y un público variado y creciente. Sólo dejó de ser válido durante la radicalización de fines de la década del 60, cuando las contradicciones y debilidades de su posición en una sociedad volátil empezaron a manifestarse. La exigencia de pautas se hizo más estridente y el Centro fue considerado una amenaza; la exigencia de compromiso se hizo más manifiesta y el centro fue considerado un muestrario de la burguesía dependiente; la exigencia de idoneidad financiera y social se planteó y el centro no tenía dinero y cada vez menos amigos; su momento había terminado.»[2]

5- Una beca de la OEA le permite a Bolaños permanecer ligado al CLAEM durante el bienio 1967-68. De este último año data un homenaje al Che Guevara bajo la misteriosa denominación de I-10-AIFG/ Rbt-1. A través de un simple código numérico, si se sustituyen las letras por la posición que ocupan en el alfabeto se obtiene 10-10-1967, 10 de octubre de 1967, fecha del asesinato del Che en Bolivia. Que Bolaños se viera en la necesidad de esconder el dato bajo un código alfanumérico denota una prudencia cada vez más necesaria ante la escalada represiva y la paranoia incipiente de la dictadura del General Onganía. Pero lo verdaderamente novedoso de la pieza se encuentra en la segunda parte del título: Rbt1 (Robot 1) constituye un sistema de direcciones para los intérpretes que prescinde de la figura tradicional del director y la reemplaza por un sistema automático a cinta perforada que dispara instrucciones bajo la forma previamente programada de señales luminosas. Con lo cual serán los operadores encargados del control lumínico, las radios y los proyectores quienes sirvan de intermediarios ante tres recitantes, un guitarrista, un trombonista, dos percusionistas y un ejecutante de corno (entre los que se cuentan en su estreno Antonio Tauriello, Roberto Villanueva y el gran compositor cordobés Oscar Bazán). Una forma de extender ciertos experimentos cageanos con el azar y la indeterminación al medio estricto de la performance, más que a la composición y a la partitura en sí.

Seguramente, la pieza habrá impresionado a alguien importante, porque al año siguiente Radio Bremen le encarga una obra para el festival Pro Musica Nova de 1970. Pocos serían conscientes entonces del papel que semejante encuentro, bajo la dirección de Hans Otte, tendría en la expansión de la música experimental: una alternativa a la hegemonía ya un tanto decadente del racionalismo modernista de los cursos de verano de Darmstadt. Algo más sorprendente aún si consideramos que Radio Bremen era por lejos la estación más pequeña y con menores recursos de Alemania Occidental. La orientación de Otte pugnaba por introducir las formas innovadoras de la experimentación norteamericana y sus correlatos europeos. Por allí pasaría una nueva generación de compositores (Franco Evangelisti, Roman Haubenstock Ramati, Bo Nilsson, Henri Posseur, Frederic Rzewski, Musica Elettronica Viva, Dieter Schnebel, David Tudor, Ensemble Musica Negativa, Robert Ashley, David Behrman, Joan La Barbara, Cathy Berberian, Meredith Monk, Earle Brown, Alvin Lucier, Gordon Mumma, Max Neuhaus, Terry Riley, Christian Woolf, George Brecht y Charlotte Moorman). Huelga decir que la sombra (y las composiciones) de John Cage serán constantes en este proceso que se extenderá desde 1961 a 1978.

La contribución de Bolaños –Ñancahuasu (1969)- está escrita para pequeña orquesta, dividida en tres grupos de ejecutantes. Se apoya en el diario de campaña del Che y se estructura sobre el contrapunto tímbrico entre tres familias de instrumentos: vientos, cuerdas y percusión, que acentúan el discurso de una voz que recita pasajes de dicho diario. Los sonidos detentan una cualidad de aislamiento que contrasta con la voluntad narrativa del recitante.

[1] Cf. Norberto Cambiasso. “Un largo y sinuoso camino: experimentación sonora en Argentina bajo estado de sitio (1930-1976)”, en Creación sonora
experimental en Argentina, (Un)common sounds, 2008.

[2] John King. El Di Tella y el desarrollo cultural argentino en la década del sesenta. Asunto Impreso ediciones, 2007, pp. 310-311.

 

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6- Lejos de dormirse en sus merecidos laureles, Bolaños profundiza sus investigaciones sonoras gracias a su asociación con el matemático argentino Mauricio Milchberg. Producto de ese encuentro fortuito son las dos Estructuras Sonoras Expresivas por Computación (ESEPCO) de 1970, tituladas Sialoecibi (para piano –Gerardo Gandini- y recitante-mimo-actor –Norberto Campos-) y Canción sin palabras (para dos ejecutantes de piano -Valcárcel y el propio Bolaños-, cinta magnética y amplificación microfónica). Un modo por el cual la escritura se subordina a las primitivas computadoras de aquel tiempo, que indican la duración, el ritmo y los sonidos de la pieza y traducen a otro lenguaje las decisiones que antes correspondían al compositor. Contra lo que podría esperarse, las obras conservan un toque personal, aportado sin duda por los intérpretes, que las asemejan a ciertos estudios elaborados para piano, sin convertir a su artífice en un mero dispensador o arreglador de materiales.

Una tercera experiencia en el mismo sentido se verá coartada por el inevitable cierre del CLAEM en 1971. Sobre las razones de su clausura persisten todavía hoy versiones contradictorias. Las malas lenguas señalan que el grupo empresario acordó con el gobierno el fin de los centros de la calle Florida a cambio de que éste le condonase una deuda millonaria con el Banco Nación. Para el oscurantismo cultural de la dictadura, la desaparición del Instituto Di Tella se había convertido en cuestión de estado. La rama especializada en ciencias sociales, que funcionaba en el barrio de Belgrano, según dicen algunos (entre ellos Romero Brest), estuvo dispuesta a deshacerse de los centros de arte con tal de salvar su propio pellejo. En todo caso, la imposibilidad de obtener nuevos recursos de financiación sería determinante. Como sea, la distancia entre las posiciones de los artistas politizados (como los del colectivo Tucumán Arde) y las estrategias de modernización de los encargados de los centros se había vuelto insalvable.

Bajo estas circunstancias, se produce la diáspora de los becarios y Bolaños queda literalmente en la calle, con su esposa y su hijo, obligado a sobrevivir de la reparación de radios y televisores. Todavía en 1972, invitado al Encuentro de Músicos Latinoamericanos organizado por la Casa de las Américas, presentará Ñacahuasu en La Habana y participará de una mesa redonda junto a luminarias de la nueva canción comprometida como Víctor Jara y Daniel Viglietti. Por entonces, seguramente por su experiencia de primera mano de las consecuencias de la revolución cubana, también su discurso se radicaliza en defensa de la lucha anticolonialista y la denuncia de la penetración cultural y del “imperialismo yanqui”. Incluso llega a firmar, junto a otros ex becarios del CLAEM como el uruguayo Coriún Aharonián, la declaración que surge del mencionado Encuentro, que impugna en términos decididos el sistema de becas y encargos de las fundaciones norteamericanas que habían sido su medio de subsistencia casi excluyente durante su estadía en Buenos Aires. En su pasaje más significativo se dice:

«Para alcanzar tales metas, el imperialismo se vale de maneras sutiles y de una aparente prodigalidad en el ofrecimiento de oportunidades e incentivos. Ejemplos notorios de esa política de penetración cultural en el mundo de la música, aparte de los casos evidentes de los medios masivos de comunicación y de las instituciones del imperialismo, son los que se presentan como obra filantrópica y filocultural de fundaciones capitalistas o como obra de extensión cultural de universidades y otros centros de enseñanza. Hay que tener en cuenta que el imperialismo utiliza múltiples máscaras, variando sus instrumentos, sus nombres y sus métodos, de acuerdo con la realidad de cada país y de cada momento. El drenaje, condicionamiento o utilización de músicos –creadores, intérpretes e investigadores- se produce, como en otros campos de la cultura, a través de becas, viajes, giras, cursos, encargos de obras, concursos, festivales, conciertos, laboratorios, contratos de edición, industrias del disco, radio, televisión y demás medios de comunicación de masas. La penetración colonial también se realiza a la inversa, mediante el financiamiento de centros locales de actividad musical, envío de docentes e imposición de productos y modelos metropolitanos.«[1]

Los tiempos habían cambiado hasta lo irreconocible. Más allá de este proceso de radicalización política (que la historia demostraría tan fechado como el discurso de la modernización) quedará el legado musical de Bolaños, de un considerable equilibrio, en el que la expansión de una visión antiimperialista y latinoamericanista no se contrapone con las búsquedas experimentales más demandantes. Por el contrario, una parece impulsar a la otra. Con ello, Bolaños logra evitar, al menos en su experiencia argentina, las renuncias a la innovación formal que aquejaron a otros compositores vanguardistas (probablemente haya sido el británico Cornelius Cardew el ejemplo más extremo de un derrotero semejante).
Bolaños abandonará Buenos Aires en 1973 para regresar a Lima, donde aceptará una oferta para dirigir la Oficina de Música y danza (OMD) del Instituto Nacional de Cultura (INC). De su camino musical posterior en el retorno a su patria sabrán encargarse voces más autorizadas que la mía.

[1] Las cursivas son mías. La declaración lleva fecha del 8 de octubre de 1972 y fue adoptada casi por unanimidad (unos 70 firmantes), con una única abstención. Se produce en el marco de las protestas contra la guerra de Vietnam y la conmemoración del quinto aniversario del fallecimiento del Che Guevara.

Publicado en Esculpiendo Milagros.

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