El cerebro de mi padre

Ciudad de Córdoba, Argentina. Del 15 de septiembre al 8 de noviembre de 2017.
El cerebro de mi padre de Claudia Santanera
Espacio Cultural Museo de las Mujeres
Rivera Indarte 55
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El cerebro de mi padre de Claudia Santanera

 

El cerebro de mi padre muestra de Claudia Santanera en el Espacio Cultural Museo de las Mujeres, Rivera Indarte 55, Ciudad de Córdoba. Argentina. Del 15 de septiembre al 8 de noviembre de 2017.

…nos damos cuenta de la lengua llamada paterna en la que
todos estamos incluidos, que ordenó con su lógica nuestro pensamiento…
León Rozitchner

Hay algo que late, algo vivo, un cuerpo que se desarma y revela en las redes de la memoria, que no se reduce a su mente sino que se potencia en los laberintos del recuerdo asistiendo a la vida, velando por su persistencia, insistiendo en su carne. El lenguaje aparece pero se trastoca en imágenes, imágenes que pueden ser captadas y revividas con el paso del tiempo. Los artefactos que las proyectan una y otra vez guardan las huellas de todo lo que, entre sus pliegues, se detiene. Existe una dialéctica pequeña y mágica que se despliega entre el ojo y lo visto, entre la mirada y las conexiones del cerebro que imagina. Quien ha filmado sus recuerdos anticipa el núcleo vital del resto de la memoria, condensa un espacio-tiempo en el bucle circular de la realidad, retorna a la matriz originaria de lo visible.

Pienso en la obra de Claudia Santanera “el cerebro de mi padre” y el procedimiento poético que ella práctica entre sus palabras y las imágenes filmadas por su padre, ese encuentro fortuito entre el pensamiento y el cuerpo que se despliega en el espacio y nos invita a experimentar un acontecimiento amoroso. Claudia recupera películas grabadas por su padre en cintas 8mm y con ellas abre aquello que en el cuerpo se cierra. Es decir Claudia mágicamente, con su poesía, repone el cerebro de su padre como sí fuese un útero, le ofrece la posibilidad de engendrar un mundo de la misma manera que se engendra la vida.

Lo que ocurre es que la enfermedad, aquello que la ciencia abstrae cómo factor condicionante patológico, Claudia lo lee como iniciación creativa. La perdida de la memoria no es una reducción del padre a su imposibilidad sobre la lectura continua de su presente y su pasado sino que, por el contrario, se convierte en la puerta de entrada para explorar la lengua paterna desde la disrupción y la discontinuidad. Claudia logra ver esa nueva condición que ubica al cerebro paterno como una matrix orgánica y en movimiento, capaz de armar y desarmar sus propios supuestos en versiones felices del tiempo y su transcurrir.

 

Tanto el padre como la hija intercambian papeles, asumen nuevos roles, juegan fantasmagóricas piezas teatrales donde la percepción y las sensaciones interpretan, de forma aleatoria, el libreto que parecía había culminado. Ellos logran encontrarse en el tiempo que el padre inmortalizó desde su mirada, en la analogía nunca correspondida de lo visto con lo real, en ese desfasaje ocurre la inmortalidad, el precipitado abrazo.

León Roztichner nos dice en Materialismo Ensoñado que el lenguaje opera de modos diversos, el lenguaje paterno responde a lógica que desencadena la filosofía y la razón, el materno a ese suelo originario y uterino que todo lo contiene, predispuesto a la fantasía y la imaginación. Claudia intenta esa cruzada poética al cerebro del padre, no a la mente, sino a esa carne blanda y laberíntica donde se aloja el conglomerado originario entre sueños y realidad, memoria y olvido. Ese nudo crucial que luego desandaría el camino de la razón pero que originariamente se encubó en el cuerpo materno, como potencia de un ser y singularidad carnal. En ese encuentro con el espacio matriz de toda memoria, Claudia propicia reiterados nacimientos, anudada al padre, cobijada en su afecto, se desprende un engendrarse mutuo e infinito. La poesía habita ese espacio, pequeñas plumas la distienden y hermosos velos de inefables recuerdos la convierten en voz. Claudia habla atonales versiones del tiempo, el poema nace así, con el susurro de cada invocación.
Ella no sólo recupera la película, la cinta u objeto, sino que recobra el instante que el ojo la captó por primera vez. Su minuciosa y metódica restauración responde a figuras disipadas en el espacio y el cuerpo, porque esa película también modeló su cerebro y su mirada. La película brota de ella continuamente impregnándola. La película es un adentro profuso y en movimiento, un lugar donde estar y existir.

 

Ella, Claudia, proyecta con sus ojos lo que encuentra en el cerebro del padre, ella le concede su linterna amorosa que puede iluminar lo que la enfermedad, y posteriormente la muerte, a él le niega. De todas maneras, después de todo lo que hemos dicho, es indudable que lo que Claudia logra es una pequeña resurrección, que cada vez que una luz se enciende el padre aparece y renace en su mirada.
Claudia invoca el espectro cerebral que reitera su propio devenir en el presente, ese lugar donde un padre espera. La ternura marca el ritmo de ese tiempo que se añora pero también se festeja; ese ojo paternal que ordena la infancia, los días, y el mundo más bello de los mundos posibles. .
En “el cerebro de mi padre” perder es ganar, la lógica invertida del espejo propone el desprendimiento del sentido lineal para ganar millones de sentidos dispersos. Un presente puro que reúne las imágenes con las palabras en el instante del padre, en el instante del cuerpo. Lo que experimentamos son viajes a los recónditos bucles del tiempo pero también a la superficie más brillante del ahora. La compleja anatomía del cerebro devela una coreografía de formas, una compulsiva instantánea de una mente que brilla en otras mentes y así perpetuándose en el todo, que se abre y se cierra, se marchita y florece.

 

 

La traducción que nos propone Claudia en “el cerebro de mi padre” no tiene original, no dispone de un elemento único sin variaciones, que pronuncie la referencia irrefutable de una verdad. El tiempo se traduce con el diccionario de las emociones y las coordenadas pautadas por el ritmo de lo fraterno. La traducción, en ese sentido, es un fracaso porque cada versión se convierte en original pero al mismo tiempo es un fracaso que emancipa el aura errática de la memoria, que disgrega el acontecimiento y la experiencia a lugares remotos. Lo que se convierte en real son algunas remotas señales, un camino trazado sobre el agua que desaparece y lentamente aparece.

Mariana Robles.

 

El cerebro de mi padre

Veo un hilo. Un filamento que sucedió y sucederá. Y me cuenta algo sobre mí, también. No puedo evitar el reflejo. Un hilo que marca las ondas de un cerebro. O solo dibuja un movimiento. No lo sabemos. O sí. El origen es guía. El pasado atraviesa el calor de las imágenes, pero ya no como ejercicio de memoria, sino que trasciende el recuerdo. Es la historia que ella elije y ensambla como si lo hiciera con trozos de papel. La expone con el semblante más parecido a la eternidad, con la espectacularidad de todo ser impersonal. La vuelve pecho, donde se acumulan preguntas, decisiones. La vuelve corazón, órgano con el que se toman los caminos, cualquiera sea o se tiene la intención al menos. Ofrece gratitud. Le otorga la belleza de lo inmaterial en el quiebre y con luz, sobre todo con luz.

Mariela Laudecina

 

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