Francisco Leiro en Galería Marlborough Madrid

Madrid, España. 8 de septiembre al 19 de noviembre de 2022.
Exhibición A filla da porteira, de Francisco Leiro
Galería Marlborough
Orfila 5, 28010
info@galeriamarlborough.com
www.galeriamarlborough.com

 

 

FRANCISCO LEIRO

A filla da porteira

8 de septiembre – 19 de noviembre de 2022

 

FRANCISCO LEIRO. Qué esperar. Qué decir. Qué hacer.

Ángel Calvo Ulloa

Uno visita el estudio de Francisco Leiro en Madrid, y el lector que haya estado allí coincidirá en que no es un hecho que pase desapercibido. La amplia nave principal ve reducidas sus dimensiones a merced de las gigantes proporciones de sus esculturas. La visita es velada por un gran Simeón Estilita sentado, esperando; y no muy lejos, por una de las altas columnas de cuerpos empalados que Leiro construyó a consecuencia del impacto provocado en él por las imágenes de la guerra en Siria. Los cuerpos apilados no esperan ya nada, o quizás sí, tierra y un nombre que los recuerde. El que sí espera es Simeón, sobre una columna que según cuenta la historia empezó en tres metros y fue alargándose como muestra de su rigor y su penitencia, pero también con el fin de apartarse cada vez más de quienes lo visitaban. Pensar en Simeón Estilita obliga a pensar en Luis Buñuel. La imagen cinematográfica es, tras bastante más de un siglo de cine, el archivo que ayuda a construir, pero también a confundir, nuestros recuerdos y nuestros sueños. En la parte final de Simón del desierto, dirigida por Buñuel en 1965 en México, en medio de un guateque a ritmo de rock’n’roll, aparecen Simón y el diablo fumando y bebiendo: Simón, ¿en qué piensas? En nada. ¿Cómo se llama ese baile? Carne radioactiva, es el último baile, el baile final. ¡Es el baile final! Va de retro. ¡Va de ultra! Que te diviertas, yo me voy a casa. Mejor no vayas, te vas a llevar un chasco. ¿Qué pasa? La habita otro inquilino. Tienes que aguantarte. Tendrás que aguantar hasta el fin.

Instantes después la palabra FIN aparece en medio de la pantalla. Parece ser que no estaba tan lejos. Ese Simeón de Buñuel, que inicialmente se muestra estoico sobre su pilar de ocho metros, fiel a su imagen, a expensas de los engaños y ofrecimientos de esa figura femenina que encarna el diablo; y ese momento final, que revela el poder de disuasión de lo nuevo, del contoneo púdico del rock, de la mujer fumadora de pies descalzos que bebe cubalibres y grita arrebatada, claramente afectada por todo ello; es de algún modo representativo de lo que abarca el imaginario de Francisco Leiro. En Leiro, que talla seres antropomórficos desde una óptica protésica, que vincula por sistema esas figuras con apéndices que las significan, conviven de igual modo ambos Simeones: el que en su día fue figura ejemplar para los emperadores romanos y el que, abatido, enfundado en un traje, asume su caída bajo las luces del baile. Sin embargo, Simón es solo un ejemplo, una excusa, como también lo es La hija de la portera, que representa un pretexto, pero también una intuición, un modo de identificar a un personaje con un relato no escrito, que aporta una visión intermedia entre lo público y lo privado. Ramón Gómez de la Serna identificaba a la hija de la portera con un personaje aleatorio, múltiple, perteneciente al imaginario popular, que puede ser una y muchas, pero que de algún modo se convertía en una confidente, siendo su vida un acto de exposición pública.

La portería es un espacio entre bambalinas, un no-lugar donde los actores no saben si sus cuchicheos pertenecen a ellos o al personaje que interpretan. Hay que apretar el paso por esta escalera en la que hay además, aprovechando los vanos, puertecitas que dan a alcobas de la familia de la portera. 2

La hija de la portera se correspondería con ese Juan del Campo cualquiera, del que habló Manuel Machado. Con una especie de Perico de lo palotes, un Fulano o un Mengano. Cuentan que en las porterías de los barrios más populares de las capitales de la península se vendía en los 80 gran parte del alcohol barato que regaba el estallido punk que llegó tras la muerte agónica del dictador. La dictadura se resistía, pero el dictador no. Quizás por eso Leiro añade capas a ese personaje aleatorio que de pronto, sin sustraerse de todas las particularidades comentadas, es además un ente pecaminoso que, como ese diablo encarnado en un cuerpo de mujer, induce al desliz. ¿De quién? No lo sabemos.

La hija de la portera apela a un estadio incierto, somnoliente, a un sopor febril que introduce Divano, un personaje ultramar, presente también en el estudio de Leiro, que sale al paso sobre – cogido, agarrado a su lecho, semi-incorporado y absorto, como absorbido por su diván. ¿Hacia dónde? Hacia la caída. Hacia esa que apuntó Ángel González García, refiriéndose a la Alicia de Carroll, al decir que como en muchos delirios febriles, todo comienza con una caída vertiginosa e incierta . 3

Eso lo afirmó González García en un extenso ensayo sobre la pintura de Alcolea, un pintor cuyas formas he asociado siempre con las de Leiro, quizás porque Alcolea desborda con sus figuras la planitud de la tela y quizás porque en Leiro aflora a menudo una visión cubista del volumen, un estilo egipcio, diría el aduanero Rousseau. También en ambos opera esa perturbación del sueño, quizás porque al igual que Leiro, Alcolea acopla postizos a sus cuerpos, los deforma volviéndolos dúctiles, pintando sonrisas bobas, narcóticas, y presentando posturas que, si uno no tuviese tan clara su filiación pictórica, podría por un instante asociarlas a un deseo de dotarlas de volumen, a una intención escultórica. Diva no es una amalgama que funde al hombre con su dispositivo. Un diván que no permite el descanso, que obliga a permanecer en tensión, sobre codos, hombros y antebrazos. Divano, cuyo nombre es tomado del italiano, remonta su uso al Imperio Otomano. Quizás sirio como Simeón, que facilita la espera pero que jamás favorece la distensión. Muchas de las esculturas de Leiro observan desde sus propias alturas, otras desde la que le proporcionan los plintos o peanas, que operan de algún modo como pilares con los que jugar y estudiar la relación con el espectador, pero también con el espacio en el que se insertan. Existe obviamente una preocupación por el lugar en que el personaje se encaja, por la relación con su entorno y por lo que éste aporta al sentido de la escultura. Desnudos o vestidos, y cuando vestidos, enfundados en imposibles escafandras que convierten los cuerpos en muebles y viceversa, cabe recordar que en 1984 Donna Haraway – poniendo en duda la, hasta ese instante, incuestionable distinción existente entre (organismos) animales-humanos y máquinas – , afirmará que las máquinas de este fin de siglo han convertido en algo ambiguo la diferencia entre lo natural y lo artificial, entre el cuerpo y la mente, entre el desarrollo personal y el planeado desde el exterior y otras muchas distinciones que solían aplicarse a los organismos y a las máquinas. Las nuestras están inquietantemente vivas y, nosotros, aterradoramente inertes. 4

Descifro que en Leiro este interés viene provocado por una profunda fascinación por el cine y la moda. Así lo entiendo tras una conversación en la que asoman nombres como Jean Paul Gaultier, Issey Miyake o Rick Owens. Podría ser un recurso más, una comparación oportuna, pero también la moda, como el cine, son primordiales en la manera que Leiro tiene de componer figura y escena. No por casualidad, en nuestro segundo encuentro, ante la mirada atenta de las esculturas, surge la pregunta a propósito de estas disciplinas. Leiro apunta hacia figuras dispares e indiscutibles como Jacques Tati o David Lynch, no puedo estar más de acuerdo, y yo añadiría a Jacques Demy –imposible no acordarse de Piel de asno al ver esos trajes que modifican en Leiro la fisionomía de los cuerpos–, pero él también cita nombres contemporáneos como Bruno Dumont o incluso Wes Anderson. De pronto intenta recordar el nombre de ese director finlandés que se estableció en la Raia, en la frontera de Galicia con Portugal, y entonces todo encaja. La impasibilidad y el patetismo del rostro de esos actores a los que Aki Kaurismaki ha dirigido durante décadas, la indolencia con la que observan al otro, con la que se mueven como autómatas, como aficionados que se ciñen de manera estricta al guion, acartonando los movimientos, volviéndolos artificiales y muy poco creíbles. También en Kaurismaki nos encontramos postizos como la antigua radio empotrada por Hamlet en la cabeza del delincuente que pretendía asesinarlo. De esa cabeza atrapada en el gran aparato de radio surge de pronto Rich Little Bitch, un rock’n’roll de la banda finesa Melrose que electrocuta al asesino. De nuevo, del mismo modo que lo hizo con Simeón, es el rock’n’roll el que acelera la caída de un Hamlet revisitado, del cual Kaurismaki afirmó que la adaptación es más fiel que el original.

Las figuras de Leiro esperan, de pie o recostadas, ensimismadas o con una intención clara, y de esa espera surge el sentido de la escena. Incluso en las acciones detenidas existe un poso de esa prórroga, ya no de inmovilidad, pues no están pausadas, sino expectantes. Del mismo modo, al igual que Simeón, pero por motivos distintos, espera Don Tancredo, un artista taurino que, vestido de blanco, emulando una estatua de mármol, se situaba en el ruedo de las plazas de toros, de brazos cruzados y sobre un pedestal esperando al toro que, ante la quietud de Don Tancredo y el asombro del público, solía pasar de largo. Es inevitable pensar en él aquí, en el estudio de Leiro, sintiéndome observado por todas esas figuras elevadas, a escasos metros de Las Ventas, pero también al descifrar que ese traje de época pintado de blanco que el primer Tancredo, Tancredo López, se enfundaba, tiene también mucho de figurín, de pasarela de alta costura, cuya indumentaria recuerda curiosamente a muchas de las figuras de Leiro. Don Tancredo no quiere nada –dice José Bergamín–; porque lo quiere todo: quiere vivir y no vivir; morir y no morir; quiere, en definitiva, su tancredismo: cruzarse de brazos y esperar: aparentemente inmóvil como un estoico; honda, invisiblemente inquieto, como un creyente. Cruzarse de brazos y esperar; pero con la seguridad de que saldrá el toro. 5

Vuelvo a la cita inicial, la que abre este texto. En ella Manuel Chaves Nogales recrea la huida de una cuadrilla de torerillos. Entre ellos estaría un Juan Belmonte todavía novillero. De nuevo alguien que espera. A qué o a quién es el enigma. Podríamos recuperar, en relación con esa poderosísima estampa, un texto de la historiadora Penelope Curtis, en el que afirma que, hasta mediados del siglo XX, la estatua funcionó como escultura, ofreciendo un marco básico para la elaboración de sentido. A partir de entonces, los diversos medios en que la abstracción ha servido al arte han supuesto que la estatua haya quedado marginada y que se haya infravalorado muchísimo su capacidad para la abstracción. Las estatuas se han visto reducidas a estatuas ( figuras humanas, sin más) y hemos olvidado que también pueden ser esculturas. 6

Con Leiro nunca se sabe. Dionisio Cañas dice que deja las frases colgadas en el aire casi sin terminar, como si los puntos suspensivos fueran una interrogación, una duda, la incertidumbre del que no quiere molestar a los demás con un exceso de seguridad que podría parecer arrogante. Su lenguaje carece de afectación pedante, de términos teóricos (aunque los conoce) y de conceptos rebuscados (aunque su lectura favorita es el ensayo filosófico). 7

Alguna de estas afirmaciones yo todavía no podría lanzarlas, hasta ahora nuestras conversaciones han sido dos y han dado para lo que han dado, pero con seguridad habrá más. No obstante, y volviendo a Cañas, concuerdo en que Francisco Leiro sabe muy bien lo que se dice y lo que se hace.

1. Manuel Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros. Libros del Asteroide, Barcelona, 2009.
2. Ramón Gómez de la Serna, José Gutiérrez Solana. Biblioteca Picazo, Barcelona, 1972.
3. Ángel González García, Vida y obra de Carlos Alcolea. “Hacer equilibrios para caerse”, en El Resto. Una historia invisible del arte contemporáneo. Museo de Bellas Artes de Bilbao y Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2000.
4. Donna Haraway, Manifiesto Cíborg. Kaótika Libros, Madrid, 2020.
5. José Bergamín, La estatua de Don Tancredo, en Obra esencial. Turner, Madrid, 2005.
6. Penelope Curtis, Escultura reclinada, en Thomas Schütte: Retrospección. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 2010.
7. Dionisio Cañas, Cabeza abajo (Conversación con Francisco Leiro), en Leiro. Esculturas. Ministerio de Asuntos Exteriores y SEACEX, Madrid, 2003.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Marlborough Madrid
Lunes a sábado de 11 a 19h.

Marlborough Barcelona
Lunes a sábado de 11 a 19h.

Exposición Actual / Current show:

Madrid: Francisco Leiro
8 de septiembre – 19 de noviembre 2022

Barcelona: Irving Penn
15 de septiembre – 12 de noviembre 2022

 

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