El híbrido de Lygia Clark. Por Suely Rolnik.

Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Mayo 2021
El híbrido de Lygia Clark
Por Suely Rolnik
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El híbrido de Lygia Clark

Por Suely Rolnik [1]

Publicado en Mundo Performace en mayo 20214.

 

«¿Cuántos seres soy yo para ir a buscar siempre en el otro ser que me habita las realidades de las contradicciones? ¿Cuántas alegrías y dolores ha ofrecido mi cuerpo al otro ser que está secretamente dentro de mi yo, abriéndose como una gigantesca coliflor? En mi vientre habita un pájaro. en mi pecho, un león. Éste no para de pasearse de acá para allá. El pájaro grazna, parca y es sacrificado. El huevo sigue envolviéndolo, como una mortaja, pero ya es el inicio de otro pájaro que nace inmediatamente después de la muerte. No llega a haber intervalo. Es el festín de la vida y de la muerte entrelazadas.» [2]

Nos habitan pájaros y leones, dice Lygia, son nuestro cuerpo-bicho.[3] Cuerpovibrátil, sensible a los efectos del agitado movimiento de los flujos ambientales que nos atraviesan. Cuerpo-huevo, en el que germinan unos estados intensivos desconocidos provocados por las nuevas composiciones que los flujos, paseándose de acá para allá, van haciendo y deshaciendo. De vez en cuando, la germinación se acumula hasta el punto de que el cuerpo ya no consigue expresarse en su figura actual. Es la inquietud: el bicho grazna, patea y acaba siendo sacrificado; su forma se convierte en su mortaja. Si nos dejamos atrapar, es el inicio de otro cuerpo que nace inmediatamente después de la muerte.

Pero ¿qué es exactamente lo que nos atraparía? La tensión entre la figura actual del cuerpo-bicho que insiste por fuerza de costumbre, y los estados intensivos que se producen en él irreversiblemente, exigiendo la creación de una nueva figura.

Dejarnos atrapar por el festín de la vida y de la muerte entrelazadas: lo trágico. La capacidad para habitar esta tensión puede constituir un criterio para distinguir modos de subjetivación. Un criterio ético, puesto que está fundado sobre la expansión de la vida, ya que ésta se da en la producción de diferencias y en su afirmación en nuevas formas de existencia.

El arte es el campo privilegiado del enfrentamiento de lo trágico. Un modo artístico de subjetivación se reconoce por su especial intimidad con el entrelazamiento de la vida y la muerte. El artista consigue mantenerse a la escucha de las diferencias intensivas que vibran en su cuerpo-bicho y, dejándose atrapar por la agonía de su pateo, se entrega al festín del sacrificio. Entonces, como una coliflor gigantesca, se abre su cuerpo-huevo, y de él nacerá, con su obra, otro yo hasta entonces larvario.

El artista y la obra se hacen simultáneamente, en una inagotable heterogénesis. A través de la creación, el artista planta cara al malestar de la muerte de su yo actual, causado por la presión de los yo larvarios que se agitan en su cuerpo. Este enfrentamiento, el artista lo realiza en la materialidad de su trabajo: ahí se inscriben las marcas de aquel singular encuentro con el festín trágico. Al ser marcas de esta experiencia, llevan la posibilidad de su transmisión: así aumentan en la subjetividad del receptor las posibilidades de realizar a su modo este encuentro, de acercarse a su cuerpo-vibrátil y exponerse a las exigencias de creación de este cuerpo.

Así, el arte es una reserva ecológica de las especies invisibles que pueblan nuestro cuerpo-bicho y su generosa vida germinativa; manantial de oxígeno para el enfrentamiento con lo trágico. La permeabilidad entre esta reserva de heterogénesis y el resto del planeta varía según los contextos históricos. Su grado determina en qué medida el planeta puede respirar los aires de la reserva.

 

 

 

 

En el mundo contemporáneo, nos encontramos ante una situación paradójica. Por una parte, el arte constituye un ámbito bien delimitado, cosa que da la impresión de un cierto desvanecimiento del cuerpo-vibrátil en el resto del planeta. Se instaura un tipo de subjetividad que tiende a desconocer los estados intensivos y a orientarse únicamente por la dimensión formal. Contribuye en gran medida a ello el hecho de que el mercado se haya convertido actualmente en el principal -sino único- dispositivo de reconocimiento social. Esto tiene como efecto una orientación cada vez más pronunciada de las subjetividades hacia formas supuestamente valorables en función de este reconocimiento, y cada vez menos en función de la eficacia de las formas en cuanto vehículos de sentido para las diferencias que se van produciendo. Los monopolios de los medios de comunicación contribuyen de manera especial a la constitución de este modo menos experimental y más mercadológico de subjetivación. En sus arterias electrónicas navegan, por todo el planeta, imágenes de formas de existencia glamorosas, que parecen planear, inamovibles, más allá de las turbulencias de lo vivo. La seducción de estas figuras moviliza una búsqueda frenética de identificación, siempre fracasada, pero siempre recomenzada, puesto que se trata de montajes imaginarios.

Por otra parte, sin embargo, nuestro cuerpo-bicho patea más que nunca: las nuevas tecnologías de comunicación e información actúan de modo que cada individuo tiende a ser habitado permanentemente por flujos del planeta entero.

Esta densificación de universos multiplica las hibridaciones y por consiguiente estimula el engendramiento de diferencias que vibran en el cuerpo y lo hacen graznar. Así, la disparidad entre la infinitud de la producción de diferencias y la finitud de las formas se exacerba cada vez más: entre el huevo y la mortaja no llega a haber siquiera un intervalo, tal como nos advertía Lygia ya en los años sesenta; actualmente, las formas son más efímeras que nunca.

En otras palabras: muchos flujos, mucha hibridación, una producción de diferencia intensificada; pero, paradójicamente, poca escucha a este rumor, poca fluidez, un poder de experimentación debilitado. En este mundo de subjetividades mercadológicas, la permeabilidad entre el arte -lugar x’ único lugar donde el graznido se oye como una llamada a la creación- y el resto del planeta tiende a ser mínima. Fuera del arte y del artista, cada graznido del bicho, cada muerte de una figura de lo humano, tiende a ser vivido como una amenaza de aniquilamiento total. Esta sensación puede provocar reacciones patológicas, y ahí entramos en otro ámbito muy distinto: el de la clínica.

La disparidad entre el bicho y el hombre, reducida a oscilar entre la reserva ecológica del arte y el asilo en la clínica, ve cómo su poder disruptor se vuelve estéril. Al no encontrar vías de existencialización, las diferencias acaban siendo abortadas. Estética y ética se disocian: el proceso de creación experimental de la existencia se desactiva; la vida mengua.

Es en este contexto donde se plantea la cuestión que, a mi entender, es el motor de la obra de Lygia Clark: incitar en el receptor el coraje de exponerse al graznar del bicho; así, el artista pasa a ser un «propositor» de las condiciones para este enfrentamiento. Lo que Lygia quiere es que el festín del entrelazamiento de la vida y la muerte salga de las fronteras del arte y se disemine en la existencia. Persigue soluciones para que el objeto en sí tenga el poder de promover este desconfinamiento. Aunque presente a lo largo de toda su obra, esta proposición es más fácilmente discernible a partir de la fase que se inicia en 1964, con Caminhando, momento en que Lygia va más lejos en su exploración del polo experimental del arte, en detrimento del polo narcísico/mercadológico. Fue en esta época cuando escribió cosas como ésta: «Aunque esta nueva proposición no sea ya considerada como obra de arte, hay que llevarla adelante (¿nueva modalidad de arte?).»[4] Su pregunta se radicaliza y se explicita con mayor vigor. El sentido del objeto pasa a depender enteramente de la experimentación, lo cual impide que el objeto sea simplemente expuesto y que el receptor pueda con-sumirlo sin quedar afectado por este encuentro. El objeto pierde su autonomía, «es apenas una potencialidad» que será actualizada, o no, por el receptor. Lygia quiere alcanzar el punto mínimo de materialidad del objeto, allí donde no es sino la encarnación de la transmutación que se operó en su subjetividad, un punto donde, por esto mismo, el objeto alcanza su máxima potencia de contagio del receptor.

 

 

 

Con los Objetos relacionais, su última obra, Lygia llega lo más cerca de este punto. Pequeñas bolsas de plástico o de tela llenas de aire, de agua, de arena o de poliestireno; tubos de caucho, rollos de cartón, trapos, medias, conchas, miel y otros muchos objetos inesperados se desparraman en el espacio poético que ella creó en una de las habitaciones de su apartamento, y al que dio el nombre de «consultorio». Son los elementos de un ritual iniciático que la autora instaura a lo largo de «sesiones» regulares con cada receptor.

Pero, ¿a qué somos iniciados en su consultorio experimental? A la vivencia del desmontaje de nuestro perfil, de nuestra imagen corporal, para aventurarnos en la procesualidad hirviente de nuestro cuerpo-vibrátil sin imagen. El viaje hacia este más allá de la representación es tan intenso que Lygia, por prudencia, dejaba una piedrecita en la mano del receptor/paciente durante toda la sesión, para que, siguiendo el ejemplo de Pulgarcito, pudiera encontrar el camino de regreso. Regreso a lo familiar, lo conocido, lo doméstico; retorno a la forma, a la imagen, a lo humano: «la prueba de la realidad», llamaba Lygia a este aspecto de su ritual. Así, la iniciación que tenía lugar en el consultorio experimental de Lygia no tenía rigurosamente nada que ver con la expresión o 1a recuperación de uno mismo, ni con el descubrimiento de alguna supuesta unidad o interioridad en cuyo interior se ocultarían fantasías, primordiales o no, que se trataría de acercar a la consciencia. Al contrario, los Objetos relacionais nos llevan al cuerpo-huevo. Estos extraños objetos creados por Lvgia tienen el poder de hacernos diferir de nosotros mismos.

La radicalización de la propuesta de Lygia va se anunciaba en el ícpaote[5] último ejemplar de la prestigiosa familia de los Bichos. Esta radicalización adquirió visibilidad en el puntapié que dio Mario Pedrosa a la obra cuando la vio por primera vez, en la alegría que sintió al poder «chutar» una obra de arte. El memorable gesto del crítico y amigo materializa el punto de arranque de un salto en la obra de Lygia, un salto que iba a llevarla a una región del arte cada vez más fronteriza, sobre todo en relación con el universo artístico de su época. Sobre su obra empieza a planear un misterio que se mantendrá durante los veinticuatro últimos años de su vida, e incluso después de su muerte. ¿El puntapié se lo dio Lygia al arte mismo? ¿Se quedó vacía como ‘Se volvió loca?

Doce años más tarde, al crear los Objetos relacionais, la misma Lygia Clark, en aquel momento incomprendida y marginalizada por el mundo del arte, aparece con una respuesta: se convertirá en psicoterapeuta. Los pocos críticos que, en aquel momento, todavía se aventuraban a pensar su obra tendieron a aceptar esta explicación (sin por ello poder calibrar el valor terapéutico de su trabajo). Así fue como se instauró la explicación oficial de la obra de Lygia Clark post-puntapié.

En aquel momento, yo también me conformé con la respuesta, hasta el punto que, a petición de Lygia, emprendí una lectura psicoanalítica de sus sesiones con los Objetos relacionais, que yo trataba como una práctica clínica en la tesis de Psicología que defendí en una universidad de París. Pero ahora ya no acepto tan fácilmente esta explicación según la cual Lygia se habría convertido en terapeuta. Y conste que no se trata de ningún prurito de ortodoxia. Al contrario, es porque me parece que el desafío que nos propone Lygia es precisamente el de convivir con la posición fronteriza en la que ella se había ido instalando poco a poco. Ella misma, en una entrevista, comenta así su propuesta con los Objetos relacionais: «Es un trabajo fronterizo, porque no se trata ni de psicoanálisis, ni de arte. Yo me quedo en la frontera, completamente sola.» Actualmente, yo entendería de otro modo la demanda de Lygia: más que traerla hacia el mundo de la clínica, tal como hice en los años setenta, habría que ir a su encuentro, en la frontera.

 

 

 

Aunque me parezca del todo pertinente utilizar las propuestas de Lygia en el trabajo clínico -cosa que, por otra parte, ella deseaba-, ya no pienso que haya habido una Lygia artista y otra terapeuta. Es más, creo que esta división atenúa la fuerza disruptiva de su obra. El puntapié, gesto de Lvgia que protagoniza Mario Pedrosa, no apuntaba al arte en sí, sino al confinamiento del arte en una disciplina autónoma que implica la cosificación del proceso creador. Lygia quería dislocar el objeto de su condición de fin a una condición de medio. El salto de Lygia, después de los Bichos, no la lleva hacia un más allá del arte, que se situaría en el interior de la clínica, sino más bien hacia una frontera donde se depura la cuestión que atraviesa el conjunto de su obra. Y esta depuración tendrá consecuencias tanto en el arte como en la clínica.

La cuestión que Lygia materializa en su obra tiene el poder de arrancar la cerca que aísla el arte en cuanto reserva ecológica de enfrentamiento con lo trágico. Así, su obra acabó por llevar a hibridaciones del arre con otras prácticas. particularmente con la clínica; y no se trata de ninguna casualidad. Como ya hemos visto, la clínica nace exactamente en un contexto socio-cultural que obliga a callarse al graznido del bicho, enjaulándolo en el arte; fuera del arte, en los demás ámbitos de la vida social, este graznido tiende a ser vivido como un trauma. Es curioso constatar que Lygia llama «estado de arte» aquello que, en nosotros, escucha este graznido, y Gilles Deleuze llama «estado de clínica» aquello que, en nosotros, lo hace callar. El híbrido arte/clínica que se produce en la obra de Lvgia explicita la transversalidad que existe entre estas dos prácticas. Problematizar esta transversalidad puede convocar el poder de crítica que está presente tanto en el arte como en la clínica.

En primer lugar, este híbrido hace visible la dimensión clínica del arte: la revitalización del estado de arte implica potencialmente una superación del estado de clínica. Y recíprocamente, la dimensión estética de la clínica adquiere visibilidad: la superación del estado de clínica implica potencialmente una revitalización del estado de arte.

En segundo lugar, descubrimos en ambas prácticas la presencia de una misma dimensión ética: el ejercicio de una dislocación del principio constitutivo de las formas de la realidad que predomina en nuestro mundo. Deshacerse del apego a las formas-mortaja como referencia, para poder constituirse y reconstituirse en el festín del entrelazamiento la vida y la muerte o, en palabras de Lygia, «para que todo en la realidad sea proceso») Su híbrido arte/clínica nos muestra que la cuestión ética fundamental que atraviesa estos dos campos es la de crear unas condiciones tales que uno pueda exponerse al malestar provocado por lo trágico.

Y, por último, tanto en la práctica artística como en la clínica, se explicita una misma dimensión política: desde la perspectiva de su hibridación, se revelan como fuerzas de resistencia contra la esterilización del poder disruptivo de la disparidad entre la infinita germinación del cuerpo-huevo y la finitud de las formas que encarnan cada una de sus creaciones. Ya lo hemos visto, la rigidez de la separación entre estas prácticas implica una patologización del estado de arte: disminuyen las posibilidades de constituirnos territorios que sean la expresión de las diferencias engendradas en nuestro cuerpo-bicho, y con ellas las posibilidades de alcanzar la dimensión experimental de la vida, la construcción de la vida misma como obra de arte.

 

 

 

 

Pero no por ello arte y clínica llegan a confundirse: aunque ambos apunten a la movilización del estado de arte en la subjetividad, la singularidad de la clínica consiste en tratar los impedimentos psíquicos a esta movilización, cosa que no interesa al arte. Estos impedimentos siempre se erigen en la frontera entre el cuerpo-bicho y sus formas en el hombre, sólo varían sus modalidades. Una de estas modalidades es el borderline: un tipo de subjetividad que no es prisionera de una forma, como es el caso en la neurosis, ni está perdida en las intensidades del cuerpo-vibrátil, como es el caso en la psicosis: esta subjetividad es funámbula y se equilibra mejor o peor en la línea fronteriza. En esta posición precaria, es más fácil tener acceso al bicho; se gana una mayor libertad de desnaturalización de las formas. El proceso es de una gran fluidez, a pesar del permanente riesgo de caída. Si la caída es hacia el lado de la neurosis, el proceso se detiene; si es hacia el lado de la psicosis, el proceso se queda girando en el vacío, infinitamente.

Lygia nunca ocultó su preferencia por los borderlines, seguramente por su mayor versatilidad en el vaivén entre el bicho y el hombre. Con este tipo de receptor, Lvgia obtenía más fácilmente el efecto que deseaba de sus Objetos relacionais, sin tener que aburrirse con la monotonía de la neurosis, ni agotarse con los terrores de la psicosis. Estas situaciones, propias de la clínica, le pesaban mucho: en numerosas cartas se queja de sentirse demasiado impregnada por lo que ocurre en el transcurso de estas sesiones, completamente exhausta. En 1984, escribe a Cuy Brett que ella considera agotado este trabajo, que ha dejado de interesarle porque ya domina su concepto, que por lo demás, dice, «son varios».

Yo creo que Lygia se dice terapeuta, a sí misma y a los demás, en respuesta a la sordera ambiental que se constituye alrededor de su obra, en oposición diametral al éxito que conoce en los años cincuenta y sesenta: no hay que olvidar que el momento del puntapié radicalizador de Lygia es también el momento en que su prestigio alcanza el apogeo a escala internacional. Probablemente cuando se sintió más apoyada fue cuando pudo efectuar aquel peligroso salto sobre el trapecio de la creación. Pero había ido demasiado lejos, y la red del ambiente artístico ya no se hallaba bajo su trapecio: para este ambiente, salvo rarísimas excepciones, su obra ya no tenía ningún sentido. Al decirse terapeuta, Lygia quiso reconstruirse otra red de apoyo de sentido para sus propuestas, que esta vez fue a buscar en el medio psicoanalítico. El cual, por cierto, no se lo concederá jamás.

Pero de ahí a tomar esta interpretación de Lygia como verdad sobre las sesiones con sus Objetos relacionais, hay un abismo. Esta posición implica aceptar el confinamiento de su obra en un método terapéutico, lo que es lo mismo que confinarla en el arte como ámbito aislado. Y ¿no es precisamente este confinamiento lo que Lygia combatió con tanta ‘No fue justamente para escapar de él que creó este híbrido en la frontera entre los dos campos, como su última arma? La propia Lygia declara: «Yo no cambié el arte por el psicoanálisis. Lo que pasa es que todas mis investigaciones me llevaron a hacer lo que hago, que no es psicoanálisis. Desde que pedí la participación del espectador, que fue en el 59, a partir de entonces todos mis trabajos exigen la participación del espectador: Mi trabajo siempre estuvo guiado por la voluntad de que el otro experimentara, no sólo para experimentar yo. Por ahora, tengo la consciencia de que mi trabajo es un campo ‘experimental’, rico en posibilidades, y nada más.”

Insistir en considerar como método terapéutico la última propuesta de Lygia puede llevarnos a perder lo esencial: la fuerza disruptiva de su híbrido, hecho de arte y clínica, que hace vibrar en cada uno de estos campos la tensión de lo trágico, haciendo indisociables ética y estética.

Porque Lygia se situó en el borde del arte de su tiempo, su obra indica nuevos rumbos al arte, revitalizando su potencia de contaminación. El artista como «propositor» de condiciones para que el receptor pueda dejarse embarcar en el desmontaje de las formas -incluso las suyas propias- en favor de nuevas composiciones de flujos, que su cuerpo-vibrátil va viviendo a lo largo del tiempo.

Al situarse también en el borde de la clínica de su tiempo, Lygia indica para nosotros los analistas nuevos rumbos por explorar. Si estamos dispuestos a ir a su encuentro en la frontera, nos vemos obligados a mirar cara a cara el cuerpo-bicho, fibra a fibra, y descubrirlo en toda su riqueza y complejidad. Entonces nos damos cuenta de que si en el trabajo de la clínica lo que está en juego es la relación con el cuerpo-bicho, tenemos sin embargo la costumbre de reducirlo a sus formas humanas tan pronto como lo presentimos. Delante de esta constatación, no podemos dejar de pensar en la necesidad de reorientar nuestras prácticas. Pero ¿hacia dónde apuntan estas nuevas direcciones?

Lo que la hibridación con el arte puede ayudarnos a comprender es que toda patología se refiere a la relación con lo trágico, más exactamente a la dificultad de abrir un paso entre el cuerpo-bicho y sus formas humanas. Ya vimos lo numerosas que son las versiones de esta dificultad; por ejemplo, quedar enredado en las intensidades del cuerpo, lacerado por el dolor de su graznido, como en la psicosis; o adicto a las estrategias existenciales montadas para anestesiarlo, como en la neurosis. Sea cual sea la modalidad de interrupción del proceso,’6 el efecto es siempre el mismo: la potencia creadora queda minada y el estado de arte, entorpecido; se instala un estado de clínica en la subjetividad. Las prácticas analíticas consistirán entonces en crear condiciones favorables para una despatologización de la relación con lo trágico. Ello pasa esencialmente por la conquista de una intimidad con el punto innombrable desde el que emergen las formas.

No es abandonar el arte, lo que propone Lygia, ni tampoco cambiarlo por la clínica, sino habitar la tensión de sus bordes. Al situarme en esta zona fronteriza, su obra tiene virtualmente la fuerza de «tratar» tanto al arte como a la clínica, para que ambos puedan recuperar su potencial de crítica del modo dominante de subjetivación, en función de las diferencias que piden paso: potencia de revitalización del estado de arte, del que depende la invención de la existencia. ¿Sería ésta su utopía? Dejamos a Lygia la última palabra: «Si la pérdida de individualidad se impone de todos modos al hombre moderno, el artista le ofrece una venganza, y la ocasión de reencontrarse. Al tiempo que se disuelve en el mundo, que se funde con lo colectivo, el artista pierde su singularidad, su poder expresivo. Se conforma con proponer a los demás que sean ellos mismos y que alcancen el singular estado de arte sin arte.»

 

 

 

[1] Versión revisada de Lygia Clark e o híbrido arte/clínica», publicado en J’crcutso. Rctista de Psicanálise (Departamento de Psicoanálisis, Sedes Sapientiae lnstitutc, SSo Paulo), año VIII. ntim. 16 (1996): 43-48.
[2] Lygia Clark, carta a Mario Pedrosa. 196T Citada por Sónia Líos en A rus. Río de Janeiro, 1996.
[3] En portugués corpo-hi cha, alusión a los Bichos, serie de obras de Lygia Clark que llevan este nombre.
[4] Lygia Clark. ‘A magia do objeto sem funçSo», inédito, 1965.
[5] Mario Pedrosa, una de las figuras más importantes de la historia de la crítica en Brasil, fue un intérprete privilegiado de la obra de Lygia Clark.

 

 

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